Abre sus ojos. Espera que sus neuronas se reordenen en su mente antes de poder incorporarse para escapar del vértigo. A medio sentar, aguarda el tiempo apropiado para no marearse antes de echar los pies al suelo. Se estira en un largo bostezo y lleva sus manos a su larga melena que recoge en un sencillo moño, envolviéndolo en unas largas pinzas de madera. Como cualquier día termina su aseo, mientras la cafetera se deja escuchar en la cocina. Su madre prepara el desayuno para ambas, envuelta en el olor de la mata la uva, que comienza a embriagar el ambiente y a condimentar el aceite de oliva en la antigua sartén, donde se fríen los borrachuelos. Ya huele a Navidad.
Abre la puerta de la entrada de casa. El frío arrecia de poniente en una mañana más de borrasca. Mira al frente y se pierde en las gotitas de lluvia que quedaron enganchadas en el viejo Jazmín. A su derecha el árbol con sus adornos se refugia en el zaguán, mientras los pájaros se mojan en su vuelo mañanero, y la vez se sirven de un apetitoso desayuno invisible. Todo está en su sitio como cada día.
La voz de su madre la invita a entrar, entremezclada con las noticias que se escapan de la antigua radio que aún conservan de su padre. Sin embargo, quién les diría solo un año antes, que la Navidad vendría acorralada por una enorme desolación. Este virus hace crecer la fría incertidumbre diaria ante las cifras de fallecidos y contagiados que pone al ser humano de cara a la pared. Aunque sea solo un poco, la incidencia en sus vidas, puede hacerles valorar lo que es la salud, la que no tienen otros muchos por las razones que sean. Aun así, se siguen olvidando de una gran mayoría.
María escucha en general, observa en las redes sociales. Ella ve en las entrevistas televisivas, y en las colas de los establecimientos que frecuenta, puntualmente, como las personas con menos problemas de salud se saltan a diario el protocolo. Con ello hacen que los más desprotegidos deban llevar sus vidas por más tiempo en soledad. Piensa para sí misma como la realidad envuelve al ser humano en la suya propia aniquilando su empatía. En vez de llevarla a cabo para prestarse por un bien común, y rivalizar cuanto antes este mal que nos aqueja a todos de alguna forma.
Dicha situación le lleva a adentrase a una cruel paradoja, que muchos jamás imaginaron que tendrían que plantearse: ¿Cuántos por su edad, enfermedades o simplemente por haber tenido la mala suerte de contagiarse, no estarán el año que viene en la mesa navideña? ¿Cuántos no están ya en esta Navidad por el Covid? Mientras nos abruma el largo confinamiento, las personas, dependientes o no de cualquier edad, debemos proteger a los más desprotegidos.
María junto a su madre pensarán que aún están en la hora previa esperando que, el timbre vuelva a sonar un año más tarde para poder sentarse junto a su familia como un año más, y celebrar la Navidad.
Mgig
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