Fue la noche más oscura
que había existido, pues el saqueador de la madrugada envolvió La Caleta en
un temporal despiadado. Enfurecido arañó su playa y sus entrañas con el
látigo más tirano de los vientos…
En la tenebrosidad, sin luna, el faro de San Sebastián emergía agitado en la fortaleza de Cádiz. Su luz casi opaca entre las nubes grises y negras de la borrasca resistía en la penumbra por amilanar los altibajos desconcertados que emitía. Las ráfagas de agua que embestían bajo la negrura siniestra lanzaban puñales eléctricos, que se alargaban en sables puntiagudos, cazadores de luz guerrera en la tormenta, en su oscuridad plena.
La plaza Fragela sumergida en la gran tromba se asomaba por momentos desde su manto de agua. Éste presagiaba que el centro de la ciudad sería castigado hasta el punto de poder devastar su antigua muralla. En ella el teatro Falla se levantaba con sus ladrillos rojizos ante la encrucijada de los rayos, que caían sobre los cristales de sus ventanales. Todos asolados, exceptuando uno.
En él se dejaba ver el pequeño tramoyista. El duende del Falla. Cada noche se disfrazaba de algún personaje antiguo con los ropajes del olvido, que se guardaban en el techo del gran teatro, junto al gran mural de Felipe Abarzuza que representa el paraíso. El pequeño duende Guido soñaba con ser astronauta. Todas las noches a través de alguna rendija trepaba hasta el techo para contar las constelaciones. Otras, bajaba hasta el fondo del teatro al pozo de marea, donde quedaba extasiado por el ruido de ésta. Podía tocar con sus dedos el agua del mar y sentir su salinidad; gustaba de algún sorbo, entonces, deseaba ser capitán de un gran barco.
Guido imaginaba un mundo afuera extraordinario. Así que tomó prestado todo lo que pudo para construir una pequeña nave espacial y así poder buscar en el universo, el paraíso del techo del Falla. Pensaba que era la recreación de un pequeño mapa. Intuyó que como muchos pintores, Felipe, también había guardado enigmas en sus frescos. Trazó un mapa de viaje con todos los indicios (a los que llamó coordenadas) que había extraído en varios años. Ahora creía que lo había logrado. Solo le quedaba lo más difícil: ¡comprobarlo!
Una vez que fabricó su nave, la escondió tras una segunda puerta desconocida en el mismo mural. Creada de un baúl antiguo con las piezas más increíbles que describían la escenificación y el ingenio teatral. Pretensiosa esencia atrapada en él, reforzaba su interior como el casco de un barco. Era el alma del viaje que se sintonizaba en algunas antenas, piezas de motores del mismo teatro y como reactor su propio espíritu de duende.
El día escogido por Guido fue esa precisa noche, pero para su mala suerte, ya había sacado el día anterior la nave al descubierto en el techo del teatro. La nave estaba precintada. Su lógica le decía que solo era cuestión de ascender con la propulsión necesaria para atravesar la inclemencia y abordar la oscuridad de la galaxia. Allí ya no existirían agentes atmosféricos. En unos cuatro días llegaría a la famosa isla galáctica: "Circúnfides", así la bautizó él. Toda ella rodeada de hermosos mares gelatinosos, lagos mineralizados en su interior, donde resplandecería la vida en un paraíso fresco, sonoro, sacado de la paleta del mejor pintor.
El duende no quiso darse por vencido; valientemente y decidido, subió a la azotea para cumplir su sueño. Con solo una pequeña mochila y cuatro cosillas, se adentró en su nave. Su casco de color azul ajustaba sus delgadas y largas orejillas que se escapaban escurridas por debajo. Se había armado con un traje metálico de carnaval del año mil novecientos cincuenta y seis: todo un artilugio como andamiaje deslumbrante, forjado de hojalata de primera calidad que le daba forma a la esencia de su pequeño cuerpo de duende.
Guido puso los motores en marcha, apretó con todas sus fuerzas su pequeño corazón, estos rugieron más que los relámpagos que no dejaban de caer a su alrededor. Sintió el balanceo de propulsión y volvió a esforzarse para que su despegue estuviese envuelto en la decisión fascinante de la ilusión por conseguir su sueño. Por fin su carruaje de aventuras comenzó a levitar, el duende a la espera por ver que se elevara aún más, abrió sus ojos, analizó que aunque se había relajado, la nave no descendió. Ahora ya solo debía manejar el control de la sensación para llevar a cabo su travesía.
Nuevamente puso todo su entreno en su desafío. Esta vez concentrado en su desbordante pasión la giró sobre sí misma. Ésta dio varias vueltas casi sin control mientras Guido veía estrellitas en su mente. Vio todas las constelaciones que tanto ansiaba y casi pudo tenerlas en sus manos. Comenzó a desplegar su imaginación con tanta precisión que en pocos minutos se halló dentro de su propio deseo hecho realidad. El duende había traspasado la atmósfera, se encaminaba hacia su estrella preferida: la estrella polar. Él sabía que estaba muy cerca, por lo tanto no correría peligro y la tendría de referencia de regreso si su teoría no era cierta.
Exploró toda nuestra galaxia y se aseguró de que su estrella le quedaba muy lejos. Sus coordenadas se quedaban cortas en la inmensidad donde estaba sumergido. El paraíso soñado no estaba justo donde él había señalado, la cruz más importante de toda su carta naval. Aquí la rosa de los vientos no le era útil, se presentó extraña y sin sentido. Comenzaba a reconocer que quizás ese paraíso no estaba en el espacio, sino en su propio planeta y quizás era hora de volver.
Exhausto, perdido en la órbita trazada, deseó con todas sus fuerzas el regreso a su Gran Teatro Falla. Pero debía saber volver. Desearlo tanto como la última vez. Entonces la ilusión la sintió ajena, el miedo se hizo con él, la nostalgia le envolvió de pena por haber abandonado su hogar: sus ladrillitos coloraos; el cante; la farándula… Se atrevió a recorrer cada sitio del teatro como antes nunca lo había visto. Lo visitó desde afuera, pudo reconocer las coordenadas que el mismo había marcado en su carta naval.
Todo cobró sentido de un momento a otro: percibió todo el recorrido de la escalera para elevarse en el cielo del paraíso de Felipe; descendió hasta el pozo de mareas para sentir ese mar salado; paseó por el laberinto de maderas; subió y bajó por el montacargas; incluso hizo de apuntador para su pequeño corazón desde la concha, con el fin de poder regresar a casa y así ordenó su regreso al computador de su propia nave. En cuestión de una hora el duende de hojalata apareció sobre la azotea del Falla. Su sueño se efectuó sin cumplirse, pues se convirtió en el gran astronauta del paraíso del Falla.
Abandonó la nave, la retiró a donde nadie pudiese verla. Entró a prisa, reconociéndose en cada tramo por cada paso que marcaban las coordenadas. Por fin llegó al escenario, las luces se encendieron, pudo observar tantos asientos rojos que le esperaban. Allí sentados ansiaban la función todos los poetas de todos los tiempos, todos los que se marcharon de un mundo para quedarse fieles a sus tablas, a sus versos, a sus acordes...
Y con sus labios marcó:
Embarcadas
están las musas
a ritmo
del tres por cuatro
cargaditas
de pesquisas
en
sus rayitos dorados
esperando
a su febrero
para
tiritar su encanto
en la voz de sus cantares
y de su buen gaditano…
Se volvió y prosiguió su camino, se dirigió hasta el pozo de marea. Como era de esperar esa noche la tormenta le susurró al oído que le siguiera. El nivel del mar había subido demasiado. El agua le llegaba a las rodillas, confuso se quedó esperando, pero se contempló en una ilusión más, que el agua desmoronaba. Guido cansado se sentó en la escalera del foso y se quedó dormido. A la mañana siguiente el graznido de las pavanas y el jugueteo de las olas le despertaron. El duende se apresuró porque la luz entraba junto al agua. Sin importarle se dejó llevar por ella. Le condujo por un estrecho pasadizo. Si bien divagó hasta que la luz se le hizo más pétrea durante buena parte del camino.
En trescientos metros las paredes se abrieron ante su paso. El agua se mecía en un pequeño romper de caricias de espumas blancas, ya no se filtraba. Ahora se mostraba en su pura esencia, no existía piedra que arrancara su forma oxigenada. Un millar de pompas morían al resurgir nuevamente en la orilla de la pequeña playa, ensimismada en su propia cala. El pequeño Guido quedó asombrado ante tal escenario al filo de la oquedad, que le presentaba el paraíso, que tanto había soñado. A pesar de la terrible noche, ahí estaba tan hermosa, virgen, atlántica, blanquecina: La Caleta.
Paraíso de barquitas, de colores
sus puestas, horizonte de sol enladrillado. Paisaje de albor: isla, mar y
tierra.
Pueblo de cal blanco, capitán de agua
se alza, para que sus letras se escuchen repletas en todas sus plazas y en su
gran teatro, golfo de Cádiz canta, y si bien también simula: figura de niña emisaria,
que eleva sus destellos salados, cuando salpica sus aguas para poder
proclamarse ¡dulce Tacita de Plata!
Mgig María Inmaculada García Gómez (10 mayo, 2022)
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